La fiesta de hoy en la Bombonera tiene templo, camiseta e ídolo de Boca. Pero es una fiesta del fútbol. Primero porque Juan Román Riquelme representa un ideal de fútbol argentino que construyó un mito a partir de su camiseta número “10”. La “10” de Kempes, del Diego, de Leo. Y de tantos otros: el Beto Alonso, Bochini, el Inglés Babington, Aimar, Gallardo y decenas y decenas más. No hay equipo en el fútbol argentino que no recuerde algún número “10” glorioso de su historia, por más modesta que sea ese club y esa historia. En Primera o en el club de barrio. El “10” que se ponía el equipo al hombro, el de los tiros libres, el de las mejores asistencias, el que la pedía cortita y al pie. Y la devolvía redonda. Siempre redonda.
Riquelme fue todo eso. No jugó en un club de barrio, sino en Boca. Y ganó todo con Boca. Y quienes todavía hoy afirman que solo brilló en Boca es porque no quieren ver que llevó a Villarreal, entonces un equipo modesto en España, a semifinales de la Champions. Y que fue figura cuando le tocó jugar en la selección. Sus mejores años fueron con los técnicos que lo aceptaron como dueño de los tiempos del equipo. Su amado Virrey Bianchi hasta le permitió irse a jugar al barrio un día antes de un partido importante. Acaso por eso no solo chocó con Van Gaal cuando el neerlandés lo dirigió en Barcelona, sino ante todo quedó afuera de la selección cuando el DT fue Marcelo Bielsa. Era difícil discutirle a Bielsa aquella campaña formidable de Eliminatorias al Mundial 2002 (distinto, claro, fue luego en la Copa). Su equipo era una máquina. Demasiado vértigo acaso para el fútbol más cerebral de Riquelme.
Esa postura supuestamente “intransigente” de Román fue la que le provocó también “enemigos”. No fue nunca un ídolo fácil. Sin meterse jamás en temas políticos o sociales, Román sí ganó su fama de “rebelde” cuando escenificó su Topo Gigio inolvidable contra la dirigencia de Boca que lideraba Mauricio Macri, en reclamo salarial. Era la dirigencia que, todos lo saben, le daba apodo de “Negro”, no de modo afectivo, claro, sino clasista. Algo así como: “¿quién se cree que es este negro?”. La confrontación no hizo más que fortalecer su orgullo. Y también algunas de sus arbitrariedades.
Se las reprochan ahora mucho más porque Román ya no tiene la pelota bajo la suela para responderle a sus críticos. Y porque, además, se metió a dirigente. Derrotó al macrismo que parecía eterno en Boca. Y volverá a competirle (ya casi seguramente como presidente y no como vice) en las próximas elecciones, con el propio Macri actuando en la interna y todo un aparato de prensa amiga (mucho más poderoso de los amigos que también tiene el propio Román). Como dirigente, ganó cinco títulos y reinó en el orden local (con la deuda de la Libertadores). Si algo no se le puede negar a Román es su competitividad. La tuvo cuando jugaba y la tiene como dirigente. Sus equipos ganan. Pero la principal deuda sea acaso el juego del equipo. Este Boca sigue a años luz del Roman número “10”. Es cierto, el Boca de sus tiempos de jugador, el Boca de Bianchi, tampoco era precisamente exquisito. Pero sí era una roca. El Boca del Román dirigente no es exquisito y tampoco es una roca. Y, por momentos, juega excesivamente mal.
Pero hoy domingo será día de homenaje en la Bombonera. A quien algunos llaman “el último poeta” de un fútbol que ya no existe. El de, como graficó alguna vez Jorge Valdano, va en la autopista en la que, mientras todos corren, él saca mate y reposera, y mira los carteles. Y ve cómo pocos por dónde conviene ir.